Después de la tormenta
- Arte Parte
- 3 jun
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Actualizado: 3 jun
por Walter Vargas*

Una de las calles más viejas de mi barrio es Posadas. Cuando era chico se llamaba Santa Catalina. Con esta lluvia volvió a ser esa calle antigua, porque la tormenta nos devolvió a un pasado que todavía vive en las calles de tierra, en las zanjas desbordadas, en el barro pegajoso que retiene nuestras huellas.
El cielo se abrió como una canilla rota y el barrio quedó en pausa. Las calles sin asfaltar se transformaron en senderos de lodo marcados con nuestras pisadas. Huellas que no solo dicen “alguien pasó por acá”, sino también “acá vivimos, aunque nos cueste avanzar”.
Como siempre, hubo cortes de luz. Algún transformador no resistió, y la oscuridad llegó sin aviso. Esta vez me tocó a mí: estuve tres días sin electricidad. Vi a mis vecinos correr a levantar la ropa tendida, como un reflejo automático, casi un acto de supervivencia. Uno destapaba las rendijas de desagüe con una varilla vieja, otro empujaba el agua de la vereda con una escoba vencida. En la parada del colectivo, más de uno se cubría de los autos que pasaban rápido sin mirar. Pequeñas escenas comunes, llenas de sentido.
Huellas que no solo dicen “alguien pasó por acá”, sino también “acá vivimos, aunque nos cueste avanzar”
Años atrás, se juntaron firmas para pedir el asfalto. Se golpearon puertas, se llenaron planillas. Pero el municipio archivó esos papeles, y con ellos, nuestras ilusiones. Hoy, con cada lluvia, el agua se lleva también la esperanza de esa promesa.
Identidades en el barro
Lo que se vive en cada lluvia me demuestra que hay mucho más detrás de un clima tormentoso. No es solo el mal tiempo: se activan formas de vida que repetimos una y otra vez. En cada tormenta reaparecen costumbres que tenemos tan incorporadas que parecen naturales, pero no lo son.
Cada vez que llueve fuerte, se activan automáticamente ciertas acciones: levantar la ropa, destapar las rendijas, poner ladrillos para cruzar la calle o caminar entre los charcos. Estas acciones son prácticas culturales, es decir, “acciones cotidianas que constituyen colectivamente la cultura” (Itchart y Donati, 2018, p. 5). No son simples costumbres: son formas de responder a un contexto que se repite, donde lo que hacemos tiene sentido dentro de las condiciones que nos rodean.
El problema es que muchas de estas prácticas están tan naturalizadas que no las cuestionamos. Vivimos con calles de tierra, zanjas desbordadas y cortes de luz como si fueran parte inevitable de la vida en el barrio.
Mientras pienso en la lluvia y leo el libro de la materia, me detengo en un parrafo en el que señala que “se naturalizan sentidos sociales que, en realidad, fueron impuestos y responden a intereses determinados” (Itchart y Donati, 2018, p. 10). Eso me hizo pensar que lo que parece normal en realidad no debería serlo: estamos acostumbrados a vivir en desigualdad.
En este sentido, es clave entender cómo actúa el poder, ya que éste “no solo está en las instituciones formales, sino también en las relaciones cotidianas, en lo que se dice, en lo que se calla, en lo que se impone como normal” (Itchart y Donati, 2018). En otras palabras, cuando el Estado ignora los pedidos de un barrio por mejoras, también está actuando el poder, pero también cuando nosotros sentimos que no tiene sentido reclamar, porque “ya sabemos que no van a hacer nada”.
lo que parece normal en realidad no debería serlo: estamos acostumbrados a vivir en desigualdad
Por último, todo esto también me hace pensar en los sentidos que circulan y se disputan. La cultura es un campo de lucha por los significados: “la cultura legítima es impuesta por los sectores dominantes, mientras otras formas de vivir son desvalorizadas o invisibilizadas” (González, 1987 ). Lo que se valora como “bueno” o “normal” muchas veces está relacionado con la vida en otros barrios, mientras que lo nuestro queda etiquetado como atraso o abandono.
Sin embargo, en medio de todo eso, también hay otra cara: la identidad que se forma con la solidaridad entre vecinos, con la insistencia en reclamar, con la capacidad de adaptarse y resistir. En cada lluvia no solo se inundan las calles, también se activan sentidos que flotan, como la empatía, la organización, la fuerza para seguir. Otros, como la esperanza de que el municipio responda, a veces se hunden, pero siguen ahí, como las huellas en el barro, esperando volver a aparecer.
⬅️ Una chica con zapatillas blancas (nota anterior)
➡️ Postas de salud en Villa Hudson, una pulseada entre ajuste y compromiso comunitario (nota siguiente)
*Estudiante de la materia Prácticas Culturales de la UNAJ.
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