Un Rincón que no se rinde
- Arte Parte
- 17 oct
- 4 Min. de lectura
por Iván Mantero
Centro Comunitario Rincón de Esperanza: 24 años de memoria viva en Villa Hudson

Villa Hudson, en el corazón del conurbano sur, guarda historias que no siempre llegan a los medios. Historias que caminan por calles de tierra, que nacen del mate cocido compartido, del hueso pelado convertido en sopa y de la obstinación por sostener la vida allí donde el Estado llega tarde, no llega, o llega mal. Hace 24 años, el 3 de junio de 2001, nacía el Centro Comunitario Rincón de Esperanza. Su fundación no fue un acto planificado ni un proyecto institucional: fue una respuesta urgente y visceral a la crisis que se vivía, y que estallaría meses después con el argentinazo de diciembre.
“Todo empezó con una carpa misionera”, recuerdan Lidia y Angélica. Era una estructura itinerante que ofrecía misa, mate cocido y tortas fritas. Pero lo que parecía una actividad transitoria dejó al descubierto algo más profundo: el hambre. “Se llenaba de chicos. Venían de todos lados”, dice Lidia. Entonces supieron que no podían retirarse. Que lo que había comenzado como un gesto de asistencia en un momento de crisis, se transformaría en un acto radical de compromiso con el barrio.
La olla popular se volvió cotidiana. A falta de recursos, sobraba creatividad y convicción. Buscar huesos al matadero, leña al fondo del campo, huevos a la granja más cercana. “Una vez trajimos un ternerito desde el matadero, que estaba dentro de la panza de la madre”, rememora Angélica con una mezcla de ternura y espanto. “Yo venía con arcadas en el colectivo, después no podía comer. Pero había que cocinar”. No eran anécdotas aisladas: eran modos de inventar soluciones donde había carencias estructurales.
A lo largo de estas más de dos décadas, el comedor se transformó. Se volvió escuela, refugio, posta sanitaria, espacio de escucha, trinchera contra la violencia y la indiferencia. “Hubo momentos en que me quedé sola —dice Lidia—, cuando ya no había planes, ni becas, ni ayudas. Pero una se preguntaba: ¿sigo o no sigo? Y al final seguíamos. Porque siempre había un chico esperando un plato caliente”.
La historia del Rincón de Esperanza no es sólo una historia de carencias, sino de organización. Rincón de Esperanza fue la primera organización que nació en esa zona del barrio, pero no estuvo sola, en paralelo se fue consolidando una red comunitaria que convocó al Centro de Salud, a las escuelas, y con el pasar del tiempo, a nuevas organizaciones.
La Red Villa Hudson unió a referentes barriales, docentes, médicos, jóvenes. La plaza del barrio —que alguna vez fue sólo un descampado— es testigo de esa lucha colectiva. “Durante años estuvo tomada por el abandono y la droga. Los chicos no podían salir a jugar. Pero el año pasado empezamos a reunirnos, a pedir al municipio, y logramos recuperar el espacio”, relatan. Hoy la plaza vuelve a ser lugar de encuentro. Aunque, como todo en el barrio, su mantenimiento descansa sobre los hombros de unas pocas vecinas comprometidas.
El comedor no es sólo una institución. Es un termómetro social. Y lo que allí se vive revela mucho sobre el presente. La inflación, el ajuste, el abandono estatal son realidades concretas: “Los cupos siguen siendo los mismos, pero los precios suben. Lo que antes comprábamos, ahora es la mitad”. Aún así, nunca se le niega comida a nadie. “Siempre aparece una familia nueva. Siempre hay alguien que necesita. Y siempre se hace lugar”.
El deterioro educativo es otra preocupación urgente. “La mayoría de los chicos no sabe leer ni escribir. Algunos ya están en secundaria y no reconocen el abecedario”. Lidia y Angélica no juzgan, lo dicen con dolor. Y saben que el problema no es sólo de la escuela, sino también de un contexto que ha vuelto más difícil sostener los procesos de crianza, de cuidado, de vínculo. “Los chicos están muy vulnerables. Y los padres cada vez más ausentes. Crece la falta de control de salud, de higiene, de rutinas. Los mandan al comedor con fiebre, con la ropa rota y finita en pleno invierno. Y si les decís algo, te responden que es sólo frío”. No son todas las familias, pero es una tendencia que preocupa.
En contextos de violencia estructural, en las barriadas, las infancias son el sector más golpeado. “Nos tocó acompañar casos muy duros”, nos cuentan. “No podíamos quedarnos calladas. ¿Cómo vas a dormir sabiendo que una criatura está sufriendo?”, enfatizan. Y en sus voces hay una ética, una política del cuidado que no necesita discurso: se construye con los pies en el barrio y el cuerpo puesto todos los días.
En tiempos en que se intenta desacreditar la política barrial, los comedores populares y los espacios comunitarios, la historia de Rincón de Esperanza nos interpela. No hay nada más político que garantizar que un pibe coma, que una mujer se sienta acompañada, que un barrio recupere una plaza. No hay nada más potente que una red de mujeres que, con o sin subsidios, decide sostener la vida.
“Somos como un matrimonio, ¿viste? A veces nos peleamos, pero nunca nos faltamos el respeto. Todas hacemos todo. Acá nadie manda, nadie está por encima de nadie”. El Rincón de Esperanza es también eso: una pedagogía horizontal, una forma de habitar el mundo en común.
Veinticuatro años después, aquel mate cocido improvisado se convirtió en símbolo de resistencia y enseñanzas para proyectar un futuro mejor. La historia del comedor es también la historia de una comunidad que se niega a resignarse. Que sigue apostando, todos los días, a que la dignidad no es un privilegio sino un derecho que se conquista.







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