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UN SALTO OLÍMPICO (cuento)

Actualizado: 12 abr

Cuento creado por estudiantes de las escuelas secundarias n°1, 11, 14, 16, 35, 36 y 56, todas ellas con orientación en comunicación, en el taller “Contame” realizado por Revista Arte y Parte en el III Congreso de Comunicación FV.

Editado por Iván Mantero

 


Un día salté tan alto, pero tan alto, que llegué al cielo. Al llegar al cielo me encontré un castillo muy grande. Abrí una puerta y vi que todo, todo, todo, pero absolutamente todo era gigante. En ese lugar no había nadie, solamente una voz. La voz me dijo, “te voy a dejar vivir, pero a cambio me tenés que traer fuego para prender mi chimenea”. Yo le agradecí plenamente que me dejara vivir, pero ahora tenía un problema. Al estar en el cielo había muchísimo viento y no podía prender fuego, además de no contar con las herramientas necesarias. Tenía que empezar a explorar.


Al salir del castillo miré hacia ambos lados. Junto al castillo había una pequeña casa. Cuando me acerqué vi a una señora que estaba en el parque regando las nubes. “¿Ves ésta? -me dijo- es un brote de Cumulonimbus. Por aquella zona tengo sembradas Cirros, Cirrocúmulos y Cirrostratos, en estas alturas no crecen otras. Lo bueno de las Cumulonimbus es que atraviesan todas las alturas del cielo. Pero vos no sos de acá, ¿en qué te puedo ayudar?”  Le expliqué mi situación y que necesitaba encontrar fuego para encenderle la chimenea a su vecino. “¡Sí, por favor! (exclamó) Desde que Prometeo le robó el fuego está irascible. Yo no me puedo alejar de mi huerta, porque si lo hiciera, el cielo se quedaría sin nubes, y para ustedes, las personas de abajo, las nubes y las lluvias son importantes. Pero te puedo prestar mi Pegaso. En el extremo norte de la nube encontrarás un pueblo de forjadores, ellos te podrán dar fuego”.


Le agradecí a la señora, tanto por Pegaso como por las nubes y la lluvia. Monté sobre Pegaso, que gentilmente desplegó sus alas y comenzó a ascender en un vuelo circular para conseguir altura. Cuando las cúpulas doradas del castillo estuvieron bajo nuestros pies, Pegaso empezó a volar hacia el norte. Su vuelo era tan veloz que sentí que montaba un rayo que me llevaba del hemisferio sur al hemisferio norte. De hecho, al inicio del viaje teníamos el sol de frente, luego lo sentí sobre mi cabeza, y cuando íbamos llegando al pueblo del norte lo tenía a mis espaldas.

Cuando Pegaso se detuvo para mostrarme el pueblo de los forjadores, una gigantesca tormenta descargaba ríos de agua sobre el pueblo. Elegimos como destino un establo que estaba al lado de un bar y bajamos en picada. Casi ni nos mojamos. Le pedí a Pegaso que me esperara ahí, le recolecté una buena porción de nubes de alfalfa para que reponga energía y me dirigí al bar.


Una vez adentro le pregunté al cantinero: “Hola, ¿este es el pueblo de forjadores, ¿verdad? ¿Me podría decir dónde consigo fuego?”. “Hola, usted no es de aquí, ¿verdad? Le han dicho bien, este es el pueblo de forjadores, pero desde que la tormenta nos apagó todas las fraguas, ya no tenemos más fuego. No sé dónde puede conseguir fuego”. “Y ¿con quién puedo hablar?”, le pregunté. “Los que más saben de fuego son los forjadores, puede ir a consultarles a ellos. Los va a encontrar pescando en la laguna del pueblo. Siga los carteles que indican el camino a la plaza central. Con tanta agua la plaza se convirtió en laguna y brotaron peses. ¿Quiere una porción de sushi para el viaje?”.


Le agradecí al cantinero y me dirigí a la laguna. Una vez ahí les pregunté a los ex-forjadores cómo podía conseguir fuego. “Hay una sola forma -me dijeron-. Debe colocar un tronco seco bajo un árbol y bailar la danza del rayo. Solo la tormenta decide a quién le da el fuego, y la forma de pedírselo es bailando”. “¿Y por qué no bailan ustedes para volver a tener el fuego para encender las fraguas?”, les pregunté. “Noooo, ¡preferimos el pescado!”, me contestaron.


Agradecí los consejos y me despedí deseándoles buen pique. Volví al establo y tomé un tronco, lo envolví en nube seca y busqué un árbol alejado del pueblo. Coloqué el tronco debajo del árbol y empecé a bailar. Pasaron dos horas y ningún gesto eléctrico se manifestó en el cielo, solo lluvia, viento, lluvia, viento y más lluvia. Cayó la tarde y los pescadores volvieron a sus casas, mientras yo seguía bailando.


Cerca de media noche, la lluvia y el viento se detuvieron. Yo estaba a punto de caer al piso del agotamiento, cuando una luz iluminó todo el cielo: tres relámpagos con estruendosos truenos simultáneos me situaban en el epicentro de la actividad eléctrica. La cuarta luz fue un rayo que cayó directamente sobre el tronco seco.


Rápidamente tomé el tronco encendido y monté sobre Pegaso que había venido cuando la lluvia cesó. Montando sobre él, salimos del pueblo. Detrás nuestro la lluvia volvió a comenzar.


Hicimos el viaje de regreso de noche, iluminados por la antorcha del tronco encendido. Cuando llegué al castillo encendí la chimenea y la voz me dijo,” bueno, muy bien, te agradezco. Ahora, ¿vos qué querés?” “Y, yo quiero volver a mi casa, pero antes me gustaría algo de beber, tengo mucha sed”, le dije. Fue así que la voz hizo aparecer un jugo Baggio y yo lo puse en una cantimplora para poder calcular cuánto iba a tomar en ese momento y cuánto iba a guardar para el camino.


“Para volver debes hablar con mi vecina, ella te enseñará como regresar”. La vecina me explicó que “para regresar a la tierra debés volar con Pegaso dentro de una Cumulonimbus, que es la única nube que atraviesa todas las alturas del cielo”. La señora tomó el brote de Cumulonimbus de su jardín y lo sopló, como en la tierra soplamos los panaderos. La pequeña nube se empezó a alejar y a medida que se alejaba fue aumentando su tamaño, hasta que se convirtió en una nube gigantesca que llegaba casi hasta la tierra. Entonces, después de eso pude guardar mi cantimplora para seguir, muy feliz, con mi viaje. Y así, montando a Pegaso, salté de las nubes de vuelta a la tierra.


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