Gestos de la infancia
- Equipo Arte y Parte
- 3 jun
- 5 Min. de lectura
Desde el equipo que integramos la revista pensamos este número desde la Memoria. La memoria colectiva y sus bemoles. Las heridas sin sanar, las cicatrices de aquellas que sí lo hicieron, los tonos sepia y la romantización del pasado. En definitiva la búsqueda de esas huellas, marcas que constituyen nuestra identidad y que inexorablemente está vinculado con una de las épocas más oscuras de la historia de la Argentina. La última dictadura cívico militar.

En una “conversa” en etapas, un poco virtual y otro presencial, se gestó una idea con mucha fuerza: la generación que nació en Dictadura tiene que Hablar. Tiene que poder contar cómo vivió esos años, esos recuerdos que fueron tomando forma y sentido en la adolescencia y forjando las convicciones de la adultez. A veces ese vínculo con la dictadura no es tan directo. A veces es un eco que resuena en alguna conversación con vecinos, o en la escuela. A veces tiene más presencia como un fantasma que sobrevuela sin una forma corpórea clara. En otras, hay miradas, manos que se frotan nerviosas, gestos que dicen mucho. Es ahí parte de mi historia
Argentina ganó su primer mundial y con los últimos fríos del invierno llegue. Transcurrieron prácticamente 3 años del Golpe y aún restaban casi cinco.
“Jugar sin hacer ruido” es una de las consignas que más recuerdo. Se entrelaza con otras, como las escondidas en el ropero; con ese gesto del dedo índice sobre la boca y el sonido “Shshshs” . Luego la consigna: quedarme escondida para "que (ellos) no pudieran encontrarme”. También, recuerdo las risas en reuniones familiares porque me quedaba dormida y no respondía a los llamados.
Papá siempre estaba en casa. Excepto que salgamos a pasear o vayamos a buscar a mamá al hospital. Pocas contaban con el privilegio, aunque también generaba cierta extrañeza. Decían que estaba enfermo, pero no estornudaba y tampoco estaba todo el tiempo en la cama. A veces, las palabras se trababan en su boca y una gesto de impotencia y enojo se apoderaba de su rostro. Creamos un nuevo juego, adivinar qué quería decir. Lo único que daba indicios de la “enfermedad” era que poseía “una caja de remedios” que nadie podía tocar y eran un montón. Una mini farmacia. desde el redoxon de la mañana que compartía conmigo, hasta pastillas rosas que estaban totalmente prohibidas porque eran para "los nervios". También se sumaba a la extrañeza largas horas en la oscuridad, “descansando”.
Algo de "la verdad" fue comprendida con los años. Esos “ataques de nervios”, huidas inexplicables y convulsiones con caídas en posición fetal anunciaban que había sufrido otro de los 13 accidentes cerebro vasculares que marcaron su vida desde septiembre de 1979. El primero lo dejó postrado en la cama con una hemiplejia. Nuevamente anécdotas, éstas giran en torno a que aprendimos a hablar y caminar juntos con fonoaudióloga incluida. “De los ataques” recuerdo que papá mencionaba como una especie de preaviso un cosquilleo en el brazo derecho (donde no tenía sensibilidad) luego, indefectiblemente llegaba el ACV y a algo más. Quien lee estas líneas sé preguntarán qué tendrán que ver esos episodios con la dictadura.
Tal vez la respuesta se encuentre en que cada episodio lo llevaba al mismo lugar. Una escena que revivía, como esos sueños vividos, pero en vigilia un pasado no tan lejano. La mirada de sus ojos negros parecían un túnel en el tiempo. Como por arte de magia, yo, su hija, era transformada en “un compañero” al que llamaba con desesperación: “Corre que nos tiran, corre que nos tiran”. Acto seguido trepaba un portón para saltarlo. “Adonde vas pa?”, atiné alguna de esas oportunidades a preguntar y la respuesta se oía en un grito de agonía “a salvar compañeros”. Usaba una chapita con una cadenita como las de los soldados yankees en las películas de guerra. Grabado contenia su nombre, dirección teléfono y claro, la enfermedad. Una síntesis para explicar esos divagues, esas noches hablando con ausentes.
No hay comprobación científica que esas detenciones en dictaduras, demoras en comisarías, apretadas (como le dicen) con sus respectivos golpes fueron la causa primaria de la devastadora enfermedad. Tampoco nada que pueda negarlo.
Esa escena, con diferentes finales, fue parte de esa infancia de escondidas, de silencios, gestos cómplices y olor a humo.
En casa hay una parrilla con forma de casita. Hecha de concreto pero con una técnica italiana que imitaba a la madera. Parece una casita en el bosque con mucho espacio. La parte inferior ofició de cucha para los perros y también de casita de juegos. Pero en mi infancia había días que era una hoguera. Se quemaban papeles sin hacer asado. Y cuando se hacían asados también se quemaban papeles que no era diarios. Son las marcas innegables de la construcción de una memoria imborrable.
Los albores de la Democracia comenzaban a percibirse. En casa, la bandera flameaba en la entrada de casa y música en un volumen más alto que la solemnidad habitual. Se escuchaba con más claridad las melodias de Piazzola, Rafaela Carrà, Serrat y otros.
En momentos donde se discute si fueron los 30 mil, que sí fueron. En el que los genocidas, como Actriz tiene una “amnistía” de un Gobierno que busca reivindicarlos, y les otorga detenciones en Campo de Mayo. Me pregunto cuánto se habla de los militantes que sobrevivieron sin ser de los grandes dirigentes o referentes políticos indiscutibles. Si no de tantos otros que sobrevivieron luchando en silencio y salvaron sus vidas a un muy alto precio. Mi papá fue secretario general de un sindicato estatal y miembro de la Juventud Universitaria Peronista. Pero nunca habló del tema. Si pude reconsrruir otros relatos. Algunas historias previas al golpe como sus años, sus inicios laborales en el área vias navegables en Isla Demarchi, O la decisión de "hacer Patria" en Ushuaia.
Hubo otros gestos mezclados con juegos: contar los autos que pasan del mismo modelo y color. Si se repetía había que aprenderse el número de patente. Nunca realizar el mismo camino para ir a un lugar, caminar en zig zag por la calle. Una regla fundamental siempre fue caminar con los autos en sentido contrario. Tampoco se podía caminar muy cerca de las puertas de las casas, sino por el medio de la vereda.
Se sumaron aprender ubicación de salidas de emergencias y baños en bares y restaurantes, además de nunca elegir las mesas cerca de las ventanas. Son tan solo algunas de las enseñanzas que, entre recuerdos, imágenes y hasta ensoñaciones compartimos con mi hermana. Pero nada generaba más controversia que las técnicas de escape ante un ataque. Una especie de entrenamiento disfrazado de juego. Algo raro en un mundo aparantemente seguro. La actualidad demuestra que el horror sigue acechando.
De algunas cosas nunca sabremos la verdad. Como la vez que por hacer una cadena con cables entrelazando nudos de marinero “se le escapó” que aprendió hacerla en la cárcel cuando estuvo detenido. No fue por ladrón, pero del tema no se hablaba más. Tampoco del rol de mamá ayudando a compañeros con recetas médicas. Memorias auditivas borrosas sobre teléfonos intervenidos, de “topos”, “servicios”, etc. Los muertos se llevaron muchas palabras no dichas y los vivos se las tragaron cayendo en un agujero del olvido.
Muchos años después conocí amigas con las mismas enseñanzas y consejos. Algunos dirán que sólo se trató de padres precavidos o paranoicos, que algo “habrán hecho”; no son excluyentes en historias de supervivencia. Nos Gobierna el brazo civil de aquella época, Aquellos incapaces de comprender la imposibilidad de resignificar la historia de quienes la vieron con los ojos de la infancia.
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