La mirada que cambió en el museo
- Arte Parte
- 29 nov
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Actualizado: 4 dic
por Higor Nascimento Pereira*
El sábado 18 de octubre, las comisiones 112 y 122 de Prácticas Culturales, realizamos la visita al Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), compartimos una de las crónicas que los estudiantes realizaron luego de la experiencia: la crónica de Higor.
Todo empezó cuando sonó la alarma: sábado 7:00 am. Ya venía pensando en el viaje que tenía que hacer para llegar al museo. El cansancio de haber trabajado todo el día anterior me causaba cierta incomodidad. No voy a mentir: pensé muchas veces en no ir, "total todos los días volviendo del trabajo pasaba por enfrente al museo", me dije, pero nunca con tiempo suficiente como para bajar del colectivo y entrar a conocer.
Tomé el colectivo en donde siempre, con esa sensación frustrante de que en un día de descanso tenía que viajar a la capital, cuando lo hago todos los días para ir a trabajar. Fue ahí que vino mi primera reflexión del día. El peso de la rutina -que muchas veces nos acompaña cuando pensamos que un paseo escolar o universitario- nos hace pensar "será una más" o
"una pérdida de tiempo". Miraba por la ventana sin mucho entusiasmo, pensando en todo lo que tenía que hacer después, sin imaginar que esa visita me iba a dejar algo tan profundo y tan personal.
Mirada a las demás personas que viajaban en el colectivo con sus familia o en pareja y pensaba en la soledad que es ir a un museo solo, o acompañado de compañeros de los cuales no tengo tanta afinidad. Al llegar al museo, estuvimos un rato afuera esperando para entrar, llegué justo a las 10:04 am. El profesor ya estaba en la puerta, lo saludé con un poco de vergüenza, porque, al fin y al cabo, como Brasileño viviendo en Argentina, esta era mi primera salida universitaria fuera de mi país. Un encuentro con una cultura distinta, un idioma nuevo y historias con las que todavía no tenía mucha familiaridad.

El profesor nos explicó que podíamos hacer el recorrido en grupo o de manera individual. Sin dudar mucho, al entrar al museo decidí adelantarme y hacer la recorrida solo. Sentí que necesitaba este tiempo para mi, para colocar mis ideas en orden, quería vivenciar esta experiencia desde un lugar diferente, más personal, más íntimo, sin distracciones, dejando que las obras me hablaran a su modo y a su manera... pero aun así seguía sin muchas expectativas.
Recorrí las salas con calma, observando los cuadros pintados a óleo y las esculturas que se desplegaban como piezas de distintas épocas. Después de unas horas caminando me encontré con un sector apartado, bien al fondo del segundo salón a la derecha, donde se cambiaban las temáticas, fue ahí cuando mire hacia al frente y me di de cara con una obra gigante que me atrapó la mirada. Sus los colores con tonos oscuros, grises, blancos, marrones y su manera de presentar lo que estaba pintado en el cuadro me hizo con que detuviera por completo:

El primer duelo, de William-Adolphe Bouguereau. Me quedé frente a ella varios minutos, casi sin moverme. La escena mostraba a Adán y Eva llorando la muerte de Abel, su hijo, asesinado por Caín. La primera muerte, la primera pérdida según la historia teológica en el mundo. En el rostro de ellos se concentraba todo el dolor del mundo, y en el cuerpo sin vida del hijo, la inocencia perdida de la humanidad.
La pintura me conmovió más de lo que esperaba, me quedé mucho tiempo mirándola tratando de buscar en palabras para describir correctamente su impacto en cómo me sentía en este momento
En ese momento, me quedé totalmente atónito, paralizado. Me sentí totalmente conectado con esta obra. Recordé una de las lecturas de la materia, el texto de Louis Althusser que hablaba de cómo los aparatos ideológicos del Estado, entre ellos la religión, nos enseñan a aceptar el sufrimiento y la culpa como algo natural. Y esa idea parecía reflejarse en el cuadro: una familia destruida por la violencia, pero resignada ante lo que interpretan como castigo divino. González y Grimson, otros autores leídos, plantean que muchas cosas que creemos “naturales” son en realidad construcciones sociales. Este cuadro, entonces, no solo mostraba una tragedia bíblica, sino también cómo aprendemos, culturalmente, a convivir con el dolor, la desigualdad y la violencia como si fueran inevitables.
La pintura me conmovió más de lo que esperaba, me quedé mucho tiempo mirándola tratando de buscar en palabras para describir correctamente su impacto en cómo me sentía en este momento, lo más impresionante es que detrás de cada pincelada había una historia humana, una emoción que sigue en el presente. Me hizo pensar en cuántas obras más como estas guardan relatos, luchas y símbolos que muchas veces pasan desapercibidos por nuestra falta de atención, de tiempo o por creer en este dicho erróneo de que “el arte no es para todos”, y no darnos la oportunidad de probar el Arte de una manera distinta.
Cuando volví a casa, seguía pensando en eso, como siempre le digo a mi terapeuta:
"Esta obra alquiló un monoambiente en mi cabeza!". Me impresiona cómo el arte puede hablarnos incluso siglos después, en silencio, y en cómo cada obra guarda una parte de nuestra historia colectiva.
Esa salida que empezó con frustración, cansancio y sin expectativas terminó siendo una experiencia transformadora, me enseñó una forma de mirar el mundo con otros ojos, entendiendo que el arte no solo se mira: se siente, se piensa y se vive.
*estudiante de Prácticas Culturales en la UNAJ






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